Hace muchos años, estando viviendo en El Cairo conocí a un joven, por entonces de unos veinte y pocos años, que siempre llevaba ramos de flores que iba repartiendo entre las gentes. Los vecinos le llamaban "El loco de la rosa" porque no entendían la pasión de un hombre joven por algo tan sencillo. Yo le conocí y puedo asegurarles que era cualquier cosa menos loco. Era, por el contrario un joven muy cuerdo que había vivido dos guerras, dos derrotas y el consiguiente deterioro de su país y no le gustaba el mundo en el que vivía. ¿Era consciente de su malestar? ¿Entendía lo que le estaba ocurriendo? No estoy seguro de ello. Era un joven con una educación y conocimientos muy limitados.Entonces escribí esta historia que ahora pasaré a contarles, intentando darme una respuesta convincente.
Nabil nació cuando los judíos estaban bombardeando Port Said. Su madre, ocupada como estaba en espantarse el miedo, no sintió cómo ni cuándo, el miedo que le brotaba de la entrepierna le dilataba el pubis vaciándola de Nabil. No le sintió llegar. Nadie le sintió llegar, ni aún cuando la vieja Aziza, la comadrona, le golpeó en las nalgas para que saludara a la vida. No dijo nada. El llanto callado de su madre ahogó el suyo e hizo dique en sus ojos colmándole.
Así pues, Nabil era hijo de la guerra, de la misma guerra de la que habían nacido sus padres que eran hermanos suyos en el dolor, si como dicen el dolor hermana a los hombres o si el dolor es dolor y continúa doliendo cuando se ha convertido en costumbre.
Había llegado a su mundo, a la guerra privada de sus padres y la suya propia, por sorpresa, sin avisar, sin ruido y sin remedio. Su madre, agotada como estaba en el esfuerzo de espantarse el miedo, se había quedado dormida en el silencio familiar de explosiones y alarmas. Entonces fue sorprendida en el vientre por una carga de amor mal dirigida que le alcanzó a traición, sin apenas haberle dado tiempo a aprenderse una canción de cuna. Tampoco había podido practicar su maternidad con muñecas de trapo. A penas había aprendido a espantarse el miedo familiarizándose e interpretando aquella sinfonía de obuses y quejidos que fuera voz y música de su vida desde el día de su nacimiento. Tenía la edad de la guerra y los años podían contársele en minutos de eternidad o en eternidad de minutos, indistintamente. Era una vieja niña que nunca sería una niña vieja.
Su padre, veterano de guerra, quedó mudo el día del nacimiento de Nabil y con el miedo eternamente retenido en la retina. Olvidó hablar, olvidó reír y se quedó solo con su miedo y con su Dios...El Clemente, El Misericordioso.
Padre y madre eran la imagen de la vida al revés. Arrastraban su guerra por la guerra. Y como una plaga, Nabil había llegado a esta guerra para completar la ruina. La ruina de la guerra penetró en sus vidas y en su casa como un cáncer y les había carcomido. Allí nada ni nadie tenía edad. Personas y objetos luchaban contra el tiempo, o el tiempo luchaba contra personas y objetos, hasta que todos eran derrotados por la ruina. Sillas y mesas de patas entablilladas o abandonadas al dolor estridente de sus desvencijados miembros, de sus inesperados quejidos. Los retratos de parientes fallecidos que pendían ahorcados de los muros, parecían haber muerto mil muertes distintas.
Los objetos se estropeaban y se arreglaban, y se volvían a estropear y arreglar, sin alcanzar nunca el desuso. Parches y más parches se añadían y multiplicaban hasta disfrazar la primitiva estructura.
En este decorado nació Nabil. En este decorado interpreto el vivir de la guerra y el morir de la vida. Jugó a ser soldado de la vida y se hizo viejo en un día eterno jugando a ser cadáver. Y se murió definitivamente por dentro a los diez años, después de haber vivido y muerto muchas vidas y con el peso de sus años cansados cegándole los ojos. Y se murió de pié, a lo vivo.
Amó sin entregarse, por miedo a comprometer su muerte con la vida de otros. Probó a sentirse vivo y con su muerte a cuestas desafió las leyes de lo lícito.
Ya se había acostumbrado a andar con su muerte a cuestas cuando, acabada la guerra, le sorprendió la paz. Entonces empezó para Nabil la guerra de la paz. Y la ruina de la paz era, la misma ruina de la guerra, más estridente aún.
Había terminado sus estudios y trabajaba en una de las infinitas oficinas del gobierno como funcionario infinito más uno. Se levantaba todos los días a las seis de la mañana, para llegar a su oficina a las nueve y trabajaba de turno corrido hasta las cinco de la tarde. Comía fuera de casa y lo hacía con su sueldo de doscientas libras mensuales. Con la comida, transporte y tabaco dificilmente alcanzaba el fin de mes, viéndose obligado a recurrir a su madre.
Era buena su madre. También era bueno su padre. Ambos, aún queriéndolo, no sabrían ser malos pues vivían la religión como otra imposición de la ruina. La religión se había convertido en la justificación de la ruina y el antídoto que la hacía soportable.
Su oficina estaba en uno de los barrios donde la ruina se vestía de viernes de Bayrán (fiesta grande musulmana). Era el barrio de Babel y Nabil gustaba pasearse por sus calles alegres para, por unos momentos, sentirse extranjero en su guerra.
Un día, mientras paseaba su cadáver ausente por Babel, pasó ante una floristeríareencontró pequeño, niño en su resurrección. Sin poder contenerse, como la explosión súbita de un volcán aparentemente dormido, dejó escapar un gemido. Empezó a llorar despacio, con miedo, como quien emprende sus primeros pasos. Y se fue sintiendo seguro de ser a cada nueva dimensión del llanto. Él y su cadáver volvían a reencarnarse en Nabil. Continuó sollozando lento, ahogado, sin freno, roto el dique por fin. ¡Lloraba! Sorprendido se asustó de aquella nueva reacción viva.
¿Qué le ocurría y por qué lloraba? ¿Que misterio era ése? Lloraba pero al mismo tiempo sentía una alegría nueva para él, y se reía. Presintió que todo iba a cambiar para él. Aquel vocerío de colores, aquel bramido de olores, aquella explosión de grandeza era diferente a las explosiones de la guerra. Sus heridas no solo no dolían sino que purificaban. La sangre de las flores tenía olor a buena y ardía encendida. Aquella era la sangre de los vivos y él, revivía sintiendo todo el esplendor de su resurrección. Sus ojos volvían a abrirse a la luz. Comprendió, al fin, que la vida sin sentido era la muerte sin sentido. Y ya no tuvo miedo. El sentido de todo estaba en la posesión de aquellas flores. No sabía en cuáles, pero sí sabía que estaba en ellas,. Sintió la urgencia de poseerlas. Tendría que poseerlas a cualquier precio. Así, aunque algún día tuviese que regresar a su ruina, podría hacerlo adornando con ellas su cadáver ausente. Aquellas flores eran la vida, la reconciliación de él con su cadáver ausente, y las sintió su destino. Solo entonces se sintió a la altura de las flores y capaz de su destino.
Entró en la tienda seguro de su victoria, todavía llorando y riendo, mientras sus ojos iban de las rosas a las dalias, de las dalias a los gladíolos y de los gladíolos a las siemprevivas, ante la mirada atónita de aquel otro cadáver ausente que negociaba con su destino con la frialdad y el desprecio de quien ignora el sentido de la muerte y de la vida.
- "Sabah al ward" (Forma de saludo matinal traducido por mañana de flores) dijo Nabil, pensando que ese saludo, aparentemente sencillo, encerraba el secreto de la inmortalidad.
El dependiente, buen creyente y piadoso, ante la expresión febril de los ojos de Nabil y la exaltación de sus gestos, se dijo para sí: Pobre joven, le habrá vuelto loco la guerra. No me conviene contradecirle.
En previsión de lo que pudiera ocurrir, le respondió, ensayando una sonrisa.
- "Sabah al nur" (respuesta al buenos días que se traduce por "mañana de luz") hermano, ¿qué deseas?
- Las flores, ¿qué valen las flores?
- ¿Cuáles? Como verás, hay muchas variedades y cada variedad tiene un precio distinto - le respondió el cadáver ausente del otro-. Las rosas a tres libras la docena, los gladíolos a veinticinco piastras la vara, las siemprevivas a cincuenta piastras el ramo...Elige las que quieras.
Nabil metió las manos en los bolsillos para ver de cuánto disponía. No era mucho, apenas suficiente para cigarrillos y para el autobús. Sin pensárselo, en un impulso irrefrenable:
´Dame una, por favor. Y extendió el dinero, todo el que tenía, al dependiente.
Este fue a protestar diciéndole que no podía venderlas por unidades pero, ante la exaltación de Nabil y la manifiesta decisión de poseer que desprendía su mirada, decidió que, estando loco, lo mejor sería darle la flor y no contradecirle. Por otra parte, la visión de las monedas en la mano de Nabil, acabó por convencerle.
-Bien, elígela tú mismo - le dijo.
Nabil quedó inmóvil por un instante, abarcando con los ojos aquel maravilloso mundo de colores. Después, despacio, muy despacio, casi con miedo se acercó a las rosas. Había muchas y las miró en su conjunto, embriagado. Abrió los brazos en ademán de entrega y aproximó el rostro para mejor inhalar su aroma. Luego pasó a los gladíolos y repitió el ritual, lo mismo que con las dalias, las siempre vivas, los nardos, los claveles y los jazmines. Terminado el primer reconocimiento, volvió a las rosas pero, esta vez en singular. Tomaba una, la miraba, la olía, la acariciaba tiernamente con la yema de los dedos y cuando parecía haberse decidido por una, encontraba otra más bella aún. Depositaba con amor la que tenía en las manos y repetía con otra el mismo ritual. Después de tomar y dejar hasta una docena de ellas, se decidió finalmente por un capullo rojo, lozano y entreabierto, de largo y fuerte tallo y muy hermoso. Lo tomó en su mano, y sin dejar de mirarlo, abandonó la tienda sin despedirse.
Para Nabil las calles de Babel perdieron toda su vieja atracción. Solo veía su rosa y deseaba llegar pronto a casa y enseñar a todos su flor. Iría a casa caminando porque, además de no tener dinero para el billete, en el autobús, con las apreturas, podrían maltratar a su flor. Pocas son las consideraciones que una rosa puede esperar en los autobuses siempre llenos.
Atravesó el puente que separa la isla, Babel, del barrio impopular donde vivía. Extasiado y feliz tomó el camino que iba junto al río y que tanto le había gustado siempre, pero esta vez solo veía la rosa. La apartaba, todo lo que daba de si su brazo y la contemplaba. Se reía, la olía, la besaba acariciando con sus labios los pétalos. Tenía que llegar pronto a su casa y dar de beber a la flor antes de que perdiera su lozanía, Entonces vio una tinaja puesta por algún buen creyente a disposición del sediento y, tomando el cazo de aluminio oxidado que pendía de una cuerda, sorbió un buche de agua, lo retuvo en su boca, cerró bien los dientes y expulsó en un soplido el líquido en forma de rocío. Y prosiguió su camino sin detenerse y sin sentir el intenso calor y el cansancio. De pronto se encontró delante de su casa. Subió las escaleras de dos en dos escalones gritando:
- Mamá, mamá. Mira lo que he traído. La he comprado. ¿No es hermosa?. Y mostró la flor a su madre como quien enseña una joya preciada.
Su madre que, en aquel momento recogía el musalliya (alfombrilla dedicada al rezo) terminada la oración, le miró conteniendo la risa.
- ¿Qué es eso ? ¿Es de plástico? ¿Se come?...Este chico está irremediablemente loco. Mira que gastarse el dinero en una flor con la de cosas que necesita... y fue detrás de Nabil, enumerándole las cosas de utilidad que podía haberse comprado con el dinero mientras él se dirigía a la alacena del pasillo cocina y tomaba uno de los tres vasos que poseían.
Tomó uno, le puso agua, una aspirina y colocó la flor
La siguiente operación sería encontrar un lugar apropiado donde colocar el improvisado florero. Pero dónde. En la habitación que compartía con sus tres hermanos, además de las dos grandes camas, solo había una mesa de estudio llena de libros y de montones de ropa. En la habitación de sus padres ocurría lo mismo. En realidad era un poco ropero-almacén de la casa y no había un solo mueble que no estuviera lleno de paquetes, bolsas plásticas de medicamentos caducados pero siempre utilizables, botones, cajitas con clavos, tubos, latas vacías, frascos, revistas antiguas y toda una serie de objetos útiles que nunca aparecían en su lugar en el momento necesario. La cama era la única superficie desocupada. Parecía un barco de desesperánza.
La mesa del comedor siempre estaba llena de comida o de restos de comida. Como todos trabajaban y, a causa de las distancias, llegaban a casa a horas distintas, siempre había alguien comiendo o alguien por comer. Solo le quedaba el salón. Probó en la mesita de centro pero al tener una de las patas desengrudadas, temió que alguien, al pasar, la tirara. Decidió que el lugar ideal era encima del televisor, donde convergían todas las miradas. Puso encima el improvisado florero y se sentó a recrearse contemplando el espectáculo de la flor. ¡Que bella era!
Pero había aún algo que le disgustaba, algo que deslucía la hermosura de la rosa, En el escaparate de la floristería lucía con mayor esplendor y pensó que podía deberse a la puerta de la sala, situada junto al televisor y cuya blancura había sido mancillada, perdiendo todo su albor, violada por la impureza de manos blasfemas. Fue a la cocina, tomó estropajo y jabón, ante la mirada incrédula y asombrada de sus padres y fregó con esmero la puerta. Una vez terminada la limpieza, algo más tranquilo, volvió a contemplar la rosa, sintiendo que aún le hería el contraste. Su rosa era demasiado hermosa como para encajar en aquel marco de la ruina al que se le había adherido el polvo de siglos. Tenía que devolver a la rosa su belleza. No era ni justo ni piadoso haberla arrancado de aquel mundo de belleza de la floristería donde reinaba, para condenarla a la mediocridad y decrepitud del salón. Decidió que tendría que hacer algo para salvarla. Al día siguiente era su día de descanso y lo dedicaría a arreglar el salón. Y se acostó a soñar con la flor.
Al día siguiente se levantó muy temprano y se fue a comprar cal virgen. La preparó y se puso a enjalbegar las paredes de blanco, tiró a la basura todos los trastos inútiles almacenados debajo de los sillones, quitó las fundas de color indescifrable que protegían el tapizado de los sillones desde mucho antes de su nacimiento. Después fue al balcón y lo liberó de toda la carga inútil que le habían ido acumulando con los años, devolviéndole su primitivo carácter. Tenía que acabar con la ruina. Iba a acabar con ella a cualquier precio.
Ante las protestas airadas de su madre que le tachaba de loco, reunió toda la variada colección de vejeces que habían almacenado en todos los huecos y rincones de la casa y se las vendió al ropavejero. Según su madre las había malvendido pero él hubiera dado incluso dinero para que se las llevaran.
Cuando terminó de sanear la casa, se fue hasta uno de los viveros que habían a orillas del Nilo y, con el dinero que le habían dado por las vejeces, compró un riham y un jazmín florecidos que colocó en el balcón y que él se ocuparía de cuidar. Y contento con el aspecto joven y renovado de la casa se sentó en el salón a disfrutar el milagro de la rosa.
Meditaba sobre la grandeza de la rosa cuando sintió voces airadas que venían de la calle. Se asomó al balcón y vio a Samir Efendy con un aspecto lamentable y en una situación muy ridícula. Una de las vecinas había arrojado por la ventana los desperdicios de la cocina, sin mirar si pasaba en ese momento algún vecino o no, y lo había puesto perdido, El espectáculo del pobre y digno funcionario, con los churretes del tomate y la pulpa del melón chorreando por pelo y cara, era una nueva agresión, esta vez externa, a la paz armónica de la rosa. No bastaba con su casa, se dijo. Tenía que hacer comprender a los otros el milagro de la flor.
Reunió a los niños de la calle y, como jugando, les puso a limpiar con él la calzada. Recogieron todo el montón de basura acumulado, la amontonaron en el centro e hicieron una hoguera. Los niños reían, jugaban y disfrutaban con aquella purificación ritual de la calle. Después, a petición de Nabil, fueron a la gasolinera, a buscar un bidón de aceite vacio que trajeron rodando divertidos y que, después de haberlo lavado bien, pusieron en la esquina y escribieron en él la palabra "Kemama" (Basura).
A partir de ese día, Nabil volvió siempre a casa con flores. Si tenía dinero suficiente compraba un ramo grande y distribuía algunas entre sus vecinos que, como no comprendía su actitud, comenzaron a llamarle "el loco de la rosa".
La madre comenzó a preocuparse seriamente por el comportamiento de su hijo, y tras hablar con los hombres de la familia, decidió que habría que llevarle a un psiquiatra o casarle rápidamente porque, según ella, aquella obsesión de su vástago por la rosa podría ser un disturbio juvenil fisiológico.
Inconsciente de todo lo que se tramaba y decía a su alrededor, Nabil seguía comprando y distribuyendo flores, feliz. Hasta que un día, al salir del trabajo vio que no tenía dinero suficiente para flores y las que tenía en casa estaban marchitas. Necesitaba una flor y el vendedor, buen creyente, no podría negársela. Convencido de su razón y decidido, se dirigió a la floristería.
- Sabah al ward (mañana de rosas), hermano. Perdona, hoy no llevo dinero pero necesito una rosa. Al menos una. La necesito.
Le respondió el cadáver ausente del otro.
-Mira, hermano, yo soy un hombre bueno y temeroso de Dios. Si vendiera azúcar, aceite, arroz o cualquier otra cosa comestible y tú vinieras a mí hambriento, demandando ayuda, te lo daría sin dinero porque así lo ordenó Dios; pero una flor, no. Puedes pasar muy bien sin ella. La flor es un lujo que no te puedes pagar. Resígnate.
Y dijo Nabil:
- Fue Dios el que creó la flor y no le puso precio, hermano.
A lo que respondió el cadáver ausente del otro:
-¡ Alabado sea Dios y que Él te perdone, hermano. Eres un blasfemo.
Y dijo Nabil:
- Por favor hermano, dame la rosa. La necesito de verdad. Temo tener que volver a mi muerte y no quisiera hacerlo con las manos vacías, sin poder adornar con ella mi cadáver ausente. Por favor, hermano. Intento descubrir el sentido de la vida y la muerte, y presiento que está en esa rosa que me niegas. Ayudame, no me obligues a ir más allá, te lo suplico.
A lo que respondió el vendedor:
Te repito, hermano que la flor es un lujo que no está a tu alcance. Debes resignarte. Esa es la voluntad de Dios.
Y dijo Nabil:
-Sí está a mi alcance, hermano; pero te recuerdo que tú y yo somos soldados de esta guerra contra la muerte viva, contra la muerte sin sentido que es la vida sin sentido. No me obligues a tomarla por la fuerza.
A lo que respondió el cadáver ausente del otro:
- Vete en paz, hermano y que Dios te perdone. Cuando tengas las diez piastras vuelve que te daré la rosa complacido.
Nabil fue a abandonar la tienda ante la cerrada incomprensión del cadáver ausente del otro. Miró desesperado aquellas flores, como quien se despide de un sueño hermoso; pero el rojo de aquellas espléndidas rosas le incendió la sangre de un fuego purificador que le subió a los ojos. Tomó las tijeras del mostrador de la tienda e hizo brotar del pecho del cadáver ausente del otro un capullo de vida. Y se sintió libre por fin, dueño de su destino por primera y única vez, de su vida y de su muerte. Ahora sí. Ahora sí que ya nunca volvería a habitar su cadáver ausente.
Esta historia que les he contado, la escribí en Egipto a finales de los años setenta, principios de los ochenta. En aquellos momentos y según mi experiencia, el desenlace no podía ser otro. De eso han pasado muchos años, cuarenta más o menos.
Vivido todo lo vivido, y visto todo lo que hemos tenido que ver, sobre todo malo, hoy y gracias a la magia de "La Primavera Árabe" y de maravillosos movimientos como el 15 M, no creo que hubiese dado a la historia ese desenlace. Desde finales del año 2010, las juventudes de todo el mundo han comenzado a rebelarse contra un sistema bárbaro, voraz e irresponsable que nos está llevando hacia el canibalismo. En todas las concentraciones, las consignas de los jóvenes por edad y por espíritu, han sido siempre las mismas: Indignación y no violencia. En todas ellas ha quedado claro que la juventud es tanto o más responsable de lo que fuimos nosotros y mucho menos belicistas. También ha quedado claro que todos aspiramos a lo mismo: Libertad, humanismo,igualdad social y jurídica; resumiendo: Un mundo en el que no tengan cabida las burbujas, donde vida signifique calidad para todos, solidaridad.
Hace uno días escuché una entrevista que Iñaki Gabilóndo le hacía a ese lúcido y maravilloso joven de 93 años, José Luis Sampedro,que hablando de una vida futura, mencionó ante los jóvenes dos valores imprescindibles para el cambio, si no extinguidos del todo, en peligro de extinción e imprescindibles: Ética y Estética. Recordé a Nabil y su obsesión por la rosa.
Como les decía, después de ver abrirse la esperanza, después de esa maravillosa lección de civismo y coherencia que nos han dado y nos siguen dando los marginados del mundo, el final de la historia de Nabil sería diferente. Ya no sería solo Nabil el que fuera repartiendo rosas por las calles. Se le unirían miles de Nabil de su barrio, de otros barrios, de las ciudades, de su país y del Mundo hasta reconvertirlo en el "Jardín del Edén", sin necesidad de tijeras, tanques. ni de cualquier otro instrumento de agresión.
Amó sin entregarse, por miedo a comprometer su muerte con la vida de otros. Probó a sentirse vivo y con su muerte a cuestas desafió las leyes de lo lícito.
Ya se había acostumbrado a andar con su muerte a cuestas cuando, acabada la guerra, le sorprendió la paz. Entonces empezó para Nabil la guerra de la paz. Y la ruina de la paz era, la misma ruina de la guerra, más estridente aún.
Había terminado sus estudios y trabajaba en una de las infinitas oficinas del gobierno como funcionario infinito más uno. Se levantaba todos los días a las seis de la mañana, para llegar a su oficina a las nueve y trabajaba de turno corrido hasta las cinco de la tarde. Comía fuera de casa y lo hacía con su sueldo de doscientas libras mensuales. Con la comida, transporte y tabaco dificilmente alcanzaba el fin de mes, viéndose obligado a recurrir a su madre.
Era buena su madre. También era bueno su padre. Ambos, aún queriéndolo, no sabrían ser malos pues vivían la religión como otra imposición de la ruina. La religión se había convertido en la justificación de la ruina y el antídoto que la hacía soportable.
Su oficina estaba en uno de los barrios donde la ruina se vestía de viernes de Bayrán (fiesta grande musulmana). Era el barrio de Babel y Nabil gustaba pasearse por sus calles alegres para, por unos momentos, sentirse extranjero en su guerra.
Un día, mientras paseaba su cadáver ausente por Babel, pasó ante una floristeríareencontró pequeño, niño en su resurrección. Sin poder contenerse, como la explosión súbita de un volcán aparentemente dormido, dejó escapar un gemido. Empezó a llorar despacio, con miedo, como quien emprende sus primeros pasos. Y se fue sintiendo seguro de ser a cada nueva dimensión del llanto. Él y su cadáver volvían a reencarnarse en Nabil. Continuó sollozando lento, ahogado, sin freno, roto el dique por fin. ¡Lloraba! Sorprendido se asustó de aquella nueva reacción viva.
¿Qué le ocurría y por qué lloraba? ¿Que misterio era ése? Lloraba pero al mismo tiempo sentía una alegría nueva para él, y se reía. Presintió que todo iba a cambiar para él. Aquel vocerío de colores, aquel bramido de olores, aquella explosión de grandeza era diferente a las explosiones de la guerra. Sus heridas no solo no dolían sino que purificaban. La sangre de las flores tenía olor a buena y ardía encendida. Aquella era la sangre de los vivos y él, revivía sintiendo todo el esplendor de su resurrección. Sus ojos volvían a abrirse a la luz. Comprendió, al fin, que la vida sin sentido era la muerte sin sentido. Y ya no tuvo miedo. El sentido de todo estaba en la posesión de aquellas flores. No sabía en cuáles, pero sí sabía que estaba en ellas,. Sintió la urgencia de poseerlas. Tendría que poseerlas a cualquier precio. Así, aunque algún día tuviese que regresar a su ruina, podría hacerlo adornando con ellas su cadáver ausente. Aquellas flores eran la vida, la reconciliación de él con su cadáver ausente, y las sintió su destino. Solo entonces se sintió a la altura de las flores y capaz de su destino.
Entró en la tienda seguro de su victoria, todavía llorando y riendo, mientras sus ojos iban de las rosas a las dalias, de las dalias a los gladíolos y de los gladíolos a las siemprevivas, ante la mirada atónita de aquel otro cadáver ausente que negociaba con su destino con la frialdad y el desprecio de quien ignora el sentido de la muerte y de la vida.
- "Sabah al ward" (Forma de saludo matinal traducido por mañana de flores) dijo Nabil, pensando que ese saludo, aparentemente sencillo, encerraba el secreto de la inmortalidad.
El dependiente, buen creyente y piadoso, ante la expresión febril de los ojos de Nabil y la exaltación de sus gestos, se dijo para sí: Pobre joven, le habrá vuelto loco la guerra. No me conviene contradecirle.
En previsión de lo que pudiera ocurrir, le respondió, ensayando una sonrisa.
- "Sabah al nur" (respuesta al buenos días que se traduce por "mañana de luz") hermano, ¿qué deseas?
- Las flores, ¿qué valen las flores?
- ¿Cuáles? Como verás, hay muchas variedades y cada variedad tiene un precio distinto - le respondió el cadáver ausente del otro-. Las rosas a tres libras la docena, los gladíolos a veinticinco piastras la vara, las siemprevivas a cincuenta piastras el ramo...Elige las que quieras.
Nabil metió las manos en los bolsillos para ver de cuánto disponía. No era mucho, apenas suficiente para cigarrillos y para el autobús. Sin pensárselo, en un impulso irrefrenable:
´Dame una, por favor. Y extendió el dinero, todo el que tenía, al dependiente.
Este fue a protestar diciéndole que no podía venderlas por unidades pero, ante la exaltación de Nabil y la manifiesta decisión de poseer que desprendía su mirada, decidió que, estando loco, lo mejor sería darle la flor y no contradecirle. Por otra parte, la visión de las monedas en la mano de Nabil, acabó por convencerle.
-Bien, elígela tú mismo - le dijo.
Nabil quedó inmóvil por un instante, abarcando con los ojos aquel maravilloso mundo de colores. Después, despacio, muy despacio, casi con miedo se acercó a las rosas. Había muchas y las miró en su conjunto, embriagado. Abrió los brazos en ademán de entrega y aproximó el rostro para mejor inhalar su aroma. Luego pasó a los gladíolos y repitió el ritual, lo mismo que con las dalias, las siempre vivas, los nardos, los claveles y los jazmines. Terminado el primer reconocimiento, volvió a las rosas pero, esta vez en singular. Tomaba una, la miraba, la olía, la acariciaba tiernamente con la yema de los dedos y cuando parecía haberse decidido por una, encontraba otra más bella aún. Depositaba con amor la que tenía en las manos y repetía con otra el mismo ritual. Después de tomar y dejar hasta una docena de ellas, se decidió finalmente por un capullo rojo, lozano y entreabierto, de largo y fuerte tallo y muy hermoso. Lo tomó en su mano, y sin dejar de mirarlo, abandonó la tienda sin despedirse.
Para Nabil las calles de Babel perdieron toda su vieja atracción. Solo veía su rosa y deseaba llegar pronto a casa y enseñar a todos su flor. Iría a casa caminando porque, además de no tener dinero para el billete, en el autobús, con las apreturas, podrían maltratar a su flor. Pocas son las consideraciones que una rosa puede esperar en los autobuses siempre llenos.
Atravesó el puente que separa la isla, Babel, del barrio impopular donde vivía. Extasiado y feliz tomó el camino que iba junto al río y que tanto le había gustado siempre, pero esta vez solo veía la rosa. La apartaba, todo lo que daba de si su brazo y la contemplaba. Se reía, la olía, la besaba acariciando con sus labios los pétalos. Tenía que llegar pronto a su casa y dar de beber a la flor antes de que perdiera su lozanía, Entonces vio una tinaja puesta por algún buen creyente a disposición del sediento y, tomando el cazo de aluminio oxidado que pendía de una cuerda, sorbió un buche de agua, lo retuvo en su boca, cerró bien los dientes y expulsó en un soplido el líquido en forma de rocío. Y prosiguió su camino sin detenerse y sin sentir el intenso calor y el cansancio. De pronto se encontró delante de su casa. Subió las escaleras de dos en dos escalones gritando:
- Mamá, mamá. Mira lo que he traído. La he comprado. ¿No es hermosa?. Y mostró la flor a su madre como quien enseña una joya preciada.
Su madre que, en aquel momento recogía el musalliya (alfombrilla dedicada al rezo) terminada la oración, le miró conteniendo la risa.
- ¿Qué es eso ? ¿Es de plástico? ¿Se come?...Este chico está irremediablemente loco. Mira que gastarse el dinero en una flor con la de cosas que necesita... y fue detrás de Nabil, enumerándole las cosas de utilidad que podía haberse comprado con el dinero mientras él se dirigía a la alacena del pasillo cocina y tomaba uno de los tres vasos que poseían.
Tomó uno, le puso agua, una aspirina y colocó la flor
La siguiente operación sería encontrar un lugar apropiado donde colocar el improvisado florero. Pero dónde. En la habitación que compartía con sus tres hermanos, además de las dos grandes camas, solo había una mesa de estudio llena de libros y de montones de ropa. En la habitación de sus padres ocurría lo mismo. En realidad era un poco ropero-almacén de la casa y no había un solo mueble que no estuviera lleno de paquetes, bolsas plásticas de medicamentos caducados pero siempre utilizables, botones, cajitas con clavos, tubos, latas vacías, frascos, revistas antiguas y toda una serie de objetos útiles que nunca aparecían en su lugar en el momento necesario. La cama era la única superficie desocupada. Parecía un barco de desesperánza.
La mesa del comedor siempre estaba llena de comida o de restos de comida. Como todos trabajaban y, a causa de las distancias, llegaban a casa a horas distintas, siempre había alguien comiendo o alguien por comer. Solo le quedaba el salón. Probó en la mesita de centro pero al tener una de las patas desengrudadas, temió que alguien, al pasar, la tirara. Decidió que el lugar ideal era encima del televisor, donde convergían todas las miradas. Puso encima el improvisado florero y se sentó a recrearse contemplando el espectáculo de la flor. ¡Que bella era!
Pero había aún algo que le disgustaba, algo que deslucía la hermosura de la rosa, En el escaparate de la floristería lucía con mayor esplendor y pensó que podía deberse a la puerta de la sala, situada junto al televisor y cuya blancura había sido mancillada, perdiendo todo su albor, violada por la impureza de manos blasfemas. Fue a la cocina, tomó estropajo y jabón, ante la mirada incrédula y asombrada de sus padres y fregó con esmero la puerta. Una vez terminada la limpieza, algo más tranquilo, volvió a contemplar la rosa, sintiendo que aún le hería el contraste. Su rosa era demasiado hermosa como para encajar en aquel marco de la ruina al que se le había adherido el polvo de siglos. Tenía que devolver a la rosa su belleza. No era ni justo ni piadoso haberla arrancado de aquel mundo de belleza de la floristería donde reinaba, para condenarla a la mediocridad y decrepitud del salón. Decidió que tendría que hacer algo para salvarla. Al día siguiente era su día de descanso y lo dedicaría a arreglar el salón. Y se acostó a soñar con la flor.
Al día siguiente se levantó muy temprano y se fue a comprar cal virgen. La preparó y se puso a enjalbegar las paredes de blanco, tiró a la basura todos los trastos inútiles almacenados debajo de los sillones, quitó las fundas de color indescifrable que protegían el tapizado de los sillones desde mucho antes de su nacimiento. Después fue al balcón y lo liberó de toda la carga inútil que le habían ido acumulando con los años, devolviéndole su primitivo carácter. Tenía que acabar con la ruina. Iba a acabar con ella a cualquier precio.
Ante las protestas airadas de su madre que le tachaba de loco, reunió toda la variada colección de vejeces que habían almacenado en todos los huecos y rincones de la casa y se las vendió al ropavejero. Según su madre las había malvendido pero él hubiera dado incluso dinero para que se las llevaran.
Cuando terminó de sanear la casa, se fue hasta uno de los viveros que habían a orillas del Nilo y, con el dinero que le habían dado por las vejeces, compró un riham y un jazmín florecidos que colocó en el balcón y que él se ocuparía de cuidar. Y contento con el aspecto joven y renovado de la casa se sentó en el salón a disfrutar el milagro de la rosa.
Meditaba sobre la grandeza de la rosa cuando sintió voces airadas que venían de la calle. Se asomó al balcón y vio a Samir Efendy con un aspecto lamentable y en una situación muy ridícula. Una de las vecinas había arrojado por la ventana los desperdicios de la cocina, sin mirar si pasaba en ese momento algún vecino o no, y lo había puesto perdido, El espectáculo del pobre y digno funcionario, con los churretes del tomate y la pulpa del melón chorreando por pelo y cara, era una nueva agresión, esta vez externa, a la paz armónica de la rosa. No bastaba con su casa, se dijo. Tenía que hacer comprender a los otros el milagro de la flor.
Reunió a los niños de la calle y, como jugando, les puso a limpiar con él la calzada. Recogieron todo el montón de basura acumulado, la amontonaron en el centro e hicieron una hoguera. Los niños reían, jugaban y disfrutaban con aquella purificación ritual de la calle. Después, a petición de Nabil, fueron a la gasolinera, a buscar un bidón de aceite vacio que trajeron rodando divertidos y que, después de haberlo lavado bien, pusieron en la esquina y escribieron en él la palabra "Kemama" (Basura).
A partir de ese día, Nabil volvió siempre a casa con flores. Si tenía dinero suficiente compraba un ramo grande y distribuía algunas entre sus vecinos que, como no comprendía su actitud, comenzaron a llamarle "el loco de la rosa".
La madre comenzó a preocuparse seriamente por el comportamiento de su hijo, y tras hablar con los hombres de la familia, decidió que habría que llevarle a un psiquiatra o casarle rápidamente porque, según ella, aquella obsesión de su vástago por la rosa podría ser un disturbio juvenil fisiológico.
Inconsciente de todo lo que se tramaba y decía a su alrededor, Nabil seguía comprando y distribuyendo flores, feliz. Hasta que un día, al salir del trabajo vio que no tenía dinero suficiente para flores y las que tenía en casa estaban marchitas. Necesitaba una flor y el vendedor, buen creyente, no podría negársela. Convencido de su razón y decidido, se dirigió a la floristería.
- Sabah al ward (mañana de rosas), hermano. Perdona, hoy no llevo dinero pero necesito una rosa. Al menos una. La necesito.
Le respondió el cadáver ausente del otro.
-Mira, hermano, yo soy un hombre bueno y temeroso de Dios. Si vendiera azúcar, aceite, arroz o cualquier otra cosa comestible y tú vinieras a mí hambriento, demandando ayuda, te lo daría sin dinero porque así lo ordenó Dios; pero una flor, no. Puedes pasar muy bien sin ella. La flor es un lujo que no te puedes pagar. Resígnate.
Y dijo Nabil:
- Fue Dios el que creó la flor y no le puso precio, hermano.
A lo que respondió el cadáver ausente del otro:
-¡ Alabado sea Dios y que Él te perdone, hermano. Eres un blasfemo.
Y dijo Nabil:
- Por favor hermano, dame la rosa. La necesito de verdad. Temo tener que volver a mi muerte y no quisiera hacerlo con las manos vacías, sin poder adornar con ella mi cadáver ausente. Por favor, hermano. Intento descubrir el sentido de la vida y la muerte, y presiento que está en esa rosa que me niegas. Ayudame, no me obligues a ir más allá, te lo suplico.
A lo que respondió el vendedor:
Te repito, hermano que la flor es un lujo que no está a tu alcance. Debes resignarte. Esa es la voluntad de Dios.
Y dijo Nabil:
-Sí está a mi alcance, hermano; pero te recuerdo que tú y yo somos soldados de esta guerra contra la muerte viva, contra la muerte sin sentido que es la vida sin sentido. No me obligues a tomarla por la fuerza.
A lo que respondió el cadáver ausente del otro:
- Vete en paz, hermano y que Dios te perdone. Cuando tengas las diez piastras vuelve que te daré la rosa complacido.
Nabil fue a abandonar la tienda ante la cerrada incomprensión del cadáver ausente del otro. Miró desesperado aquellas flores, como quien se despide de un sueño hermoso; pero el rojo de aquellas espléndidas rosas le incendió la sangre de un fuego purificador que le subió a los ojos. Tomó las tijeras del mostrador de la tienda e hizo brotar del pecho del cadáver ausente del otro un capullo de vida. Y se sintió libre por fin, dueño de su destino por primera y única vez, de su vida y de su muerte. Ahora sí. Ahora sí que ya nunca volvería a habitar su cadáver ausente.
Esta historia que les he contado, la escribí en Egipto a finales de los años setenta, principios de los ochenta. En aquellos momentos y según mi experiencia, el desenlace no podía ser otro. De eso han pasado muchos años, cuarenta más o menos.
Vivido todo lo vivido, y visto todo lo que hemos tenido que ver, sobre todo malo, hoy y gracias a la magia de "La Primavera Árabe" y de maravillosos movimientos como el 15 M, no creo que hubiese dado a la historia ese desenlace. Desde finales del año 2010, las juventudes de todo el mundo han comenzado a rebelarse contra un sistema bárbaro, voraz e irresponsable que nos está llevando hacia el canibalismo. En todas las concentraciones, las consignas de los jóvenes por edad y por espíritu, han sido siempre las mismas: Indignación y no violencia. En todas ellas ha quedado claro que la juventud es tanto o más responsable de lo que fuimos nosotros y mucho menos belicistas. También ha quedado claro que todos aspiramos a lo mismo: Libertad, humanismo,igualdad social y jurídica; resumiendo: Un mundo en el que no tengan cabida las burbujas, donde vida signifique calidad para todos, solidaridad.
Hace uno días escuché una entrevista que Iñaki Gabilóndo le hacía a ese lúcido y maravilloso joven de 93 años, José Luis Sampedro,que hablando de una vida futura, mencionó ante los jóvenes dos valores imprescindibles para el cambio, si no extinguidos del todo, en peligro de extinción e imprescindibles: Ética y Estética. Recordé a Nabil y su obsesión por la rosa.
Como les decía, después de ver abrirse la esperanza, después de esa maravillosa lección de civismo y coherencia que nos han dado y nos siguen dando los marginados del mundo, el final de la historia de Nabil sería diferente. Ya no sería solo Nabil el que fuera repartiendo rosas por las calles. Se le unirían miles de Nabil de su barrio, de otros barrios, de las ciudades, de su país y del Mundo hasta reconvertirlo en el "Jardín del Edén", sin necesidad de tijeras, tanques. ni de cualquier otro instrumento de agresión.
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